Una aproximación a la Lucha Libre

Por: Juan José González Mejía
Si entendemos que la lucha libre es, antes que nada, un deporte estaríamos omitiendo una de sus aristas evidentes: también es espectáculo, por lo tanto, circo, teatro y – se ha llegado a decir- que hasta engaño al público.
  Pero tendremos que detenernos en algo inherente de la lucha libre: suscita pasión, ruido, relajo en las gradas y, por último, ritual. Ritual en el sentido de que los contrincantes están definidos claramente como rudos y técnicos, es decir, buenos y villanos, ¿de qué manera? A los rudos se les codifica por sus actitudes de asestar golpes prohibidos, llaves no permitidas, picaduras de ojos, mordeduras y otros recursos igualmente rechazables.
  Se ha dicho que el asunto de la lucha libre es que se trata de un espectáculo “simulado”, o sea, con la premeditación de que vaya a ganar uno de los contrincantes (mayormente el técnico). Roland Barthes ha dicho al respecto: “Al publico no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía en la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve”.
  La lucha libre, en términos visuales (no así en su aspecto de teatralidad), es una geografía de verdades a modo. Por una parte, el público seguidor del rudo “ve” a éste como su héroe, y el que prefiere al técnico, asume a su ídolo como el vencedor.
  Es fama creer que en la lucha libre los protagonistas no se pegan de “a de veras”, que fingen los golpes y las caídas, que allá arriba en el ring todo es simulacro, es más: se ha llegado a decir que los luchadores parecen actores en cuanto a que obedecen un libreto o guión. Por ejemplo, es típico que el rudo gane la primera caída y el técnico las dos restantes ante la emoción efervescente del público que, entre gritos y vivas, descarga su preferencia hacia sus predilectos irrenunciables. (Porque, eso sí: quien le va a los rudos no puede jamás irle a los técnicos ya que mancharía su condición de fan, de aficionado de hueso colorado).
  Si mencionamos a la teatralidad del luchador hay que referirse también a los cánones o contenidos de la misma: los gestos, las máscaras, las botas, las capas. Aunque, si se le quiere adjudicar a la lucha libre su calidad de “teatro”, mejor sería hacer énfasis en las exageraciones de los ademanes, las vociferaciones hacia los contrincantes (esto ocurre mayormente en la lucha libre estadounidense): Pero es en el significado de la máscara el valor, digámoslo así, donde reposa el símbolo de la lucha libre. La naturaleza de la lucha libre hay que buscarla quizá en los abismos del inconsciente del mexicano. Para ello tendremos que acudir al famoso ensayo El laberinto de la soledad, de Octavio Paz quien en su capítulo Máscaras afirma que el mexicano «se encierra y se preserva» y que «plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés al mismo tiempo, celoso de su intimidad, no sólo no se abre: tampoco se derrama». Y es que precisamente la máscara del luchador simboliza ese encierro que Paz advierte en su texto porque el enmascarado es encierro y espina, dolor e intimidad no compartida sino que, y esa es labor del contrincante, hay que arrebatarle para establecer una condición a lo mejor humillante para el luchador: la revelación de esa intimidad ante la tribu, ante la sociedad.
  Si nos atenemos al espíritu del rito antiguo, el romano, podemos establecer que los gladiadores eran ofrecidos prácticamente como tributo de gratitud (por parte del César) a los dioses en virtud de las guerras ganadas. Así, entonces, el moderno “gladiador” de lucha libre acude al rito semanal, al Coliseo por todos abarrotado: el ring para cumplir con el rito (ahora incruento) de satisfacer a otros dioses: el público y las televisoras que, según sea al calibre o calidad de cada luchador, éste cubrirá los limbos de la cartelera: lucha inicial, segunda lucha, tercera, cuarta y estelar.
  Es sorprendente cómo el luchador poco a poco se va convirtiendo en parte del imaginario colectivo (conjunto de imágenes interiorizadas y en base a las cuales se mira, clasifica y ordena nuestro entorno) para erigirse en un arquetipo nacional. Por ejemplo, en los partidos de futbol cuando juega la selección mexicana, es común ver entre el público a enmascarados emulando a El Santo, Blue Demon, Místico al lado de guerreros aztecas, chapulines colorados lo cual nos provoca la siguiente pregunta: ¿por qué esos estereotipos? Si los vemos detalladamente, todos simbolizan a héroes, es decir, a representantes de algún tipo de luchador social o personajes con super poderes en aras de combatir al más fuerte en su abuso contra el débil.
  En el imaginario colectivo llama la atención que sean, precisamente, los enmascarados quienes ocupen un espacio importante en el llamado inconsciente colectivo, ¿por qué? Tal vez porque el enmascarado al ocultar su rostro implícitamente encubre su verdadera identidad lo que le permite mayor movilidad (y energía) si no para pelear al menos ponerse de lado de los oprimidos (en este caso la siempre inútil selección de futbol).
  Pero, ¿por qué el luchador enmascarado atrae la atención y las preferencias del público? Uno de los objetos reales de estudio de la sociología son los fenómenos sociales los cuales están manifestados por la conducta humana, son complejos, multi causales e inestables. Asimismo, la lucha libre ha profundizado su condición de fenómeno debido al aura de misterio que encierra el ritual o el algoritmo de la lucha: un enmascarado cuyos orígenes cuasi divinos (de allí los nombre de El Santo, El Ángel Blanco, Blue Demon, Místico, El Alebrije) se enfrentan a villanos (El Cavernario Galindo, Último Guerrero, Damián 666, Halloween) tras una premisa ineluctable: la preferencia y aprobación de la afición.
  Además, la máscara le otorga al luchador una especie de licencia para comportarse como el héroe que todos necesitamos y que, en el rostro del rudo o villano no puede encontrarse esta situación por el simple hecho de que se requiere el misterio, la incógnita, el traslado sociológico de que todos podemos ser ese enmascarado paladín de la justicia.
  Entonces, cada función de lucha libre significa la confrontación del bien y el mal en un ritual donde el público, cual concurrente del Coliseo antiguo, espera no el cuerpo sacrificado del villano sino la derrota del arquetipo del mal personificado por el luchador rudo, a favor del héroe colectivo por disposición de la masa: el técnico, el bueno el que, de una manera contundente e inconsciente, nos representa a todos…