La venganza

Por Mireya Hernández Hernández*

Despertó en un cuarto vacío y oscuro, al momento no recordaba que era lo que la tenía ahí, solo sentía dolor, mucho dolor en el alma, como si hubiera sufrido una gran pérdida. Y entonces lo recordó todo, de pronto su mente la regresó a aquella tarde del domingo en que su segundo esposo Arthur fue a pasear a sus gemelos de dos meses. Según dijo el hombre, quería que toda la gente admirara a sus pequeños, pero nunca imaginó que en la plaza se encontraría con su enemigo sin que él estuviera enterado. era el primer esposo de la mujer, ella lo había dejado porque era muy violento, el día en que ella abandonó la casa para aventurarse fuera del país, él juró vengarse, ella no lo tomó en cuenta debido a que solía amenazar, pero se dio cuenta que cumpliría su juramento cuando su esposo llegó sangrando y sin sus hijos. Lo último que le dijo antes de morir en la puerta de su casa fue—no pude hacer nada, quise defenderlos pero él me los quitó. En ese momento calló a los pies de la mujer. Ella sabía de quien estaba hablando pero aún no quería aceptarlo. Reaccionó cuando llegó un mensajero con un paquete y lo abrió. Dentro de él descansaban los cuerpos despedazados de sus hijos y una nota de su antiguo esposo que decía—que tengas un feliz domingo. Desde entonces perdió la razón. Sus vecinos la encontraron vagando en su casa viendo el cuerpo de Arthur. Apenas habían pasado tres meses y ella había intentado suicidarse alrededor de quince veces; y fue así como se encontraba en esa celda oscura. En ese momento pensó en dejarse caer al suelo para sufrir una lesión en la cabeza, ¡y o sorpresa! Estaba rodeada de paredes y el suelo acolchonado. Al parecer sabían que ella querría hacerse daño, por eso tenía una camisa de fuerza y algo que no le permitía morderse la lengua, porque en una ocasión ya lo había hecho. – ¡quiero salir de aquí! –Había dicho en el momento en que un enfermero pasaba frente a la puerta – ¿de verdad quiere que la saquemos? ¿Ya no intentará hacerse daño? – ¡no! –en eso se abrió la puerta, un hombre alto, de un metro ochenta entró y estaba a punto de quitarle la camisa de fuerza cuando le dijo— ¿ve las vendas que tiene en sus manos? Hace una semana quiso morir de un sangrado, ¿lo recuerda? Ella estaba sumida en sus pensamientos y le respondió meditabunda—claro que lo recuerdo— lo miró con los ojos inyectados de rabia— ¡pero usted no me entiende! ¡A usted no le enviaron los restos de sus hijos de dos meses y mataron a puñaladas a su esposo! El hombre la miró, sabía que si le dejaba las manos libres era capaz de hacerse daño, así que le dijo—la dejo para que reflexione. Salió y serró la puerta. Entonces la mujer antes de que su mente le hiciera una mala jugada dijo— ¡juro que cuando te encuentre te voy a matar! En eso entró el enfermero que había olvidado darle sus medicamentos y le dijo mientras se los daba—usted es la más cuerda de nuestros pacientes, ¿sabe? Es desesperante convivir con gente que no sabe nada de este mundo, que ríe todo el tiempo y se comportan como niños, la mayoría no recuerda nada de lo que fueron –suspiró con tristeza y continuó—hay veces que quisiera ser como ellos, reír sin preocuparme por nada. Vio como la mujer lo miraba pero que su mente no estaba ahí y le dijo—cuando la vi llegar llorando y supe que habían matado a sus hijos y a su esposo quise ayudarla, le he salvado la vida en muchas ocasiones y no voy a descansar hasta verla recuperada, ¿y le digo una cosa? La tomó de las mejillas obligándola a mirarlo—usted no está loca, me di cuenta el día en que ingresó en el hospital, sabía todo lo que le había pasado, su único problema es que no quiere aceptarlo —es mejor así, los locos no sufren, y yo no quiero sufrir. Empezó a reír sin control y le dijo—algún día tú me vas a ayudar a salir, ¡aunque tenga que matarte!

*Colaboración.