¿Qué estamos haciendo con la niñez?

MARIO LUIS FUENTES.

Esta semana se cumplieron 25 años de la ratificación de la Convención de los Derechos de las Niñas y los Niños, pero también 20 años de la Cumbre de Pekín, relativa a la agenda de los derechos de las mujeres. Se trata de dos de los instrumentos internacionales de derechos humanos más relevantes de la historia, pues representan un parteaguas en cuanto a los alcances que tienen en la búsqueda de un modelo de desarrollo para el bienestar.

23 de Noviembre de 2015

Al respecto, presenté recientemente, desde el Programa de Estudios del Desarrollo de la UNAM, los resultados del Índice de los derechos de la niñez mexicana, para el grupo de edad de seis a once años. Los resultados son más que preocupantes: en una escala del uno al diez, el promedio obtenido para el país llega apenas a cinco; y en agendas particulares, tales como la pobreza, la desigualdad, la vulnerabilidad por pertenencia étnica, orfandad o abandono, así como la vulnerabilidad ante la violencia por ser niña, los promedios se ubican por debajo del dato mencionado.
Preocupa aún más que en el Presupuesto de Egresos de la Federación no se incluyeron recursos para poner en marcha todo lo que se encuentra establecido en la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, por lo que difícilmente las condiciones existentes se modificarán en el corto plazo.
Se ha dicho reiteradamente: la situación en que viven las niñas, los niños y los adolescentes es un reflejo de los principios y valores que asume una sociedad, así como de los principios y valores que ponen en marcha, a través de sus políticas públicas, leyes y acceso a la justicia, el conjunto de Poderes y organismos del Estado.
Desde esta perspectiva, el cuestionamiento es doble: por un lado, de tipo político y ético, pues al parecer ni en el Congreso ni en el gobierno federal hubo la generosidad para destinar lo mínimo, presupuestalmente hablando, para cumplir el mandato constitucional de actuar en todo momento bajo el principio del interés superior de la niñez: destinando hasta el máximo de los recursos disponibles para garantizar sus derechos.
En segundo lugar, la crítica es también autocrítica, pues culturalmente no hemos logrado romper con dos atavismos poderosamente arraigados en la mentalidad general: por una parte, una cultura adultocéntrica, desde la cual no se comprende que las niñas y los niños son sujetos plenos de derechos y, por otro lado, el machismo y su correlato más violento, la misoginia, elementos que impiden la construcción de una sociedad para la paz y la garantía plena de los derechos de las mujeres, adolescentes y niñas.
Vivimos en un país en el que la tasa de homicidios contra las niñas es una de las más altas entre los países de la OECD, en el que el abuso sexual en su contra es nota diaria, en el que la trata de niñas, adolescentes y mujeres es un flagelo que se mantiene en todo el territorio nacional y en el que la violencia en el noviazgo, en las relaciones familiares y en los ámbitos educativos y laborales es una constante que puede ser calificada como generalizada.
Desde esta óptica, en un contexto de incertidumbre económica, de inestabilidad política internacional y de constantes convulsiones políticas al interior del país, en un escenario en que la violencia no cede, el desempleo se mantiene y la precariedad económica y social continúan, es difícil construir un país apropiado para la niñez.
La cuestión es mayor: un modelo de desarrollo que excluye a las niñas y a los niños del bienestar, es un modelo que debe ser condenado y, por supuesto, transformado. En nuestro país, 21.4 millones de niñas, niños y adolescentes son pobres; casi la mitad vive con sobrepeso u obesidad y once millones son vulnerables por carencia de acceso a la alimentación. Ésa es una realidad que no debe continuar.
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