Crimen sin castigo

El poder presidencial, que ejercía el uso legítimo (e ilegítimo) de la violencia, hizo bajar la criminalidad en México. Pero inhibió a la fiscalía y los jueces, y tampoco se modernizaron la policía ni las cárceles. Con este pasado, ¿qué podíamos esperar?

ENRIQUE KRAUZE

 No vale nada la vida, la vida no vale nada”, es el estribillo de una vieja canción que expresa el dolor de muchos mexicanos ante la violencia impune que diariamente afecta sus vidas. En una encuesta reciente, el 60% ha declarado su temor a sufrir un asalto o un secuestro. Todos asumimos que, de ser víctima de un atropello contra la propiedad o la vida, las probabilidades de reparar el daño y castigar al delincuente son del 1%. Por eso nadie denuncia.

El problema de la criminalidad impune viene de muy atrás. Tiene su raíz en la debilidad institucional en materia de procuración e impartición de justicia a todo lo largo del siglo XX. Nunca pareció necesario consolidar esas instituciones, entre otras cosas por una razón histórica: la Revolución mexicana (que entre 1910 y 1920 dejó centenares de miles de muertos y una prolongada estela de impunidad) quedó grabada en la memoria colectiva como un mito terrible. Si la violencia tenía como origen la injusticia social, el Estado nacido de esa revolución sintió como obligación principal repararla. Así nació el concepto de “justicia social”, entendida como la capacidad de distribuir la riqueza (sobre todo la tierra, pero también empleos, créditos, prebendas, concesiones), a cambio de apoyo político. Este énfasis vació de sentido a la justicia sin más.

El Estado mexicano era fuerte para comprar lealtades, reprimir a los disidentes políticos, controlar a los delincuentes; ya sea aliándose con ellos o, en última instancia, eliminándolos. Pero era débil en lo que no tenía consecuencias políticas. Los delitos se atendían en Estados y municipios, pero cuando se volvían visibles en un nivel nacional, el presidente o el procurador general (que era y sigue siendo su subordinado) amenazaba con el cese a la autoridad local (aunque teóricamente hubiese sido electa por votación popular), que por ese motivo solía resolver el problema. Y la pirámide de poder funcionaba: de 1930 hasta fines del siglo XX, la tasa de criminalidad bajó de 65 a 10 homicidios por cada 100.000 habitantes. El poder presidencial ejercía y administraba el uso legítimo (e ilegítimo) de la violencia. Era temible y lo parecía.

Pero esa misma politización de la justicia inhibió el desarrollo de las profesiones ligadas a su procuración e impartición: ministerios, fiscalías, agentes investigadores, peritos de toda índole, jueces. Tampoco las diversas policías y los sistemas carcelarios se modernizaron en absoluto. Aun la Suprema Corte fue un apéndice del Ejecutivo hasta fines del siglo XX.

Con ese pasado a cuestas, ¿qué podíamos esperar? Carentes de instituciones, personal, prácticas y tradición jurídica, sobre todo en el ámbito criminal, entramos a la primera década del siglo XXI confiados en que la democracia electoral recién conquistada abriría un mundo de paz, orden y legalidad. Pero, al quebrar el monopolio político del presidente (columna vertebral del sistema político), la democracia —bienvenida por todos motivos— tuvo el efecto centrífugo de liberar de toda tutela a los gobiernos locales, que sin la presión del poder central dejaron el combate contra el crimen a instancias federales (sobre todo el Ejército y la Marina), insuficientes para la inmensa tarea y que han estado incómodas en asumirla, porque es ajena a su misión central.

El proceso democrático de México coincidió con varios fenómenos: el debilitamiento del narco en Colombia y el consecuente fortalecimiento de los narcos mexicanos, el ascenso del consumo y el precio de la cocaína en Estados Unidos, y el levantamiento de la veda de compra de armas decretado por Bush en 2004. La reacción del Gobierno de Calderón en 2007 fue lanzar una ofensiva casi desesperada por recuperar territorios en manos del narco, lo cual contribuyó fatalmente a escalar las confrontaciones de los grupos criminales, entre ellos y contra las fuerzas federales o las policías locales, a veces coludidas con los delincuentes. Desde entonces, la incesante ola de violencia se expandió del comercio de drogas a todos los giros criminales: secuestros, extorsiones, asaltos, asesinatos, robo de combustible en oleoductos, tráfico de personas, delitos de toda índole. Entre 2008 y 2011 la tasa de homicidios subió de 9 a 24 por cada 100.000 habitantes. Ha sido un huracán de violencia y, aunque los índices han disminuido un poco, continúa.

¿Por dónde empezar? Por despenalizar las drogas, opina un sector creciente pero aún no mayoritario (29%) de la opinión pública. La Suprema Corte ha dado ya el paso histórico en ese sentido, al permitir su uso. Por su parte, el respetado ensayista Gabriel Zaid (que se ha caracterizado por el sentido práctico de sus propuestas: desde los años setenta fundamentó la idea de los microcréditos y el apoyo en efectivo a la población pobre) ha sugerido empezar por las cárceles. Si el Estado mexicano —escribe Zaid— no puede controlar las cárceles (una milésima parte del territorio mexicano), ¿cómo pretende controlar el resto? Hay 416 cárceles y 244.960 reos en el país. 154 de esos centros están sobrepoblados, debido a la alta proporción de reos procesados pero no sentenciados (42%). Las cárceles no solo son porosas (hay fugas continuas) y corruptas (casi un cogobierno entre reos y autoridades) sino violentas e inseguras. Y son escuelas del crimen donde se opera gran parte de la extorsión telefónica. Entre las medidas prácticas que propone Zaid está la solución legal masiva que pudiera liberar a los delincuentes menores, auditorías internacionales a los penales (instalaciones, equipos, prácticas), monitoreo de llamadas telefónicas, certificación semestral de funcionarios, inspección sistemática de comisiones de Derechos Humanos.

El problema jurídico mexicano no es legislativo. Una avanzada reforma constitucional introdujo en 2012 el sistema de juicios orales que busca hacer expedita y transparente la justicia. Este sistema se está instrumentando ya en algunos Estados y debe entrar en vigor a nivel nacional a mediados de 2016. Otra reforma constitucional prevé para 2018 el establecimiento de una Fiscalía federal autónoma. Varias instituciones autónomas funcionan bien en México. Pero está por verse si el presidente renunciará de verdad a su dominio sobre la procuración de justicia. Si ocurre, sería un gran paso: la Fiscalía autónoma podría recibir apoyo internacional para el entrenamiento de funcionarios de todo nivel, incluidas las policías, cuyos vicios y limitaciones son abismales.

La construcción —casi desde cero— de un aparato de justicia llevará una generación. En México, la transformación no depende únicamente del presidente en turno. También requiere que la sociedad civil participe de manera consistente en la edificación y vigilancia de las instituciones, los funcionarios y las prácticas. Los medios, las escuelas y universidades deberán emprender un vasto programa de educación cívica y judicial.

Nada nos urge más en México que recobrar el valor de la vida.

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras libres.