Una artista del trapecio

Por Jaime Fisher (a 4 manos con Kafka)*

Una autónoma y autárquica artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre; aunque también a la mujer y en atención a la equidad de género- había organizado su vida de tal manera (primero por afán profesional de perfección, después por una costumbre que se había hecho tiránica) que permanecía día y noche en el trapecio. Contra la prédica de San Francisco, la trapecista necesitaba mucho, y lo mucho que necesitaba lo necesitaba muy mucho. Así que todas sus necesidades -por otra parte gigantescas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo.

Todo lo que arriba se requería lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir casi no se deducían para la trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía casi quieta, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia ella. Pero los integrantes de la junta de gobierno circense se lo perdonaban todo, porque creían que era una artista extraordinaria, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho o vanidad, sino que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenada y conservar la extrema perfección de su arte.

Por lo demás, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bella; aunque testimonios fidedignos hay que le imputan haber estado un poquitín pasada de peso, cosa inaudita en una trapecista, pero eso no dejaba de tener su discreto encanto. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de tourné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyada una en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente acerca de nada. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con ella algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.

La fama de su arte traspasó las fronteras de la comarca por su estrecha relación con un príncipe que poco después fue arrastrado a tétrico y nauseabundo calabozo. De manera que resultó comprensible que, cuando uno de los múltiples enemigos del recluso se hizo del trono, ella utilizó sus habilidades de trapecista para caer nuevamente en la gracia del muy poderoso y temible príncipe recién llegado. Éste, como es costumbre y mala usanza de los de su ralea, le concedió de buen grado perdurar en la cúpula del circo; aunque, claro, siempre a cambio de cumplir una que otra función para los turbios fines propios de todo príncipe.

Su privilegiada posición allá en las alturas permitió a la habilidosa trapecista mirar en lontananza el momento, lugar y dirección por donde ya se acercaba el tercer y nuevo gobernante de la provincia; y de inmediato comenzó su blando pero eficaz balanceo para aproximarse, solícita y querendona, a su lado protector. Cuentan las crónicas de la época que falsificó una convocatoria -en realidad manufacturada por la cohorte del primero- para incluirse a sí misma entre “las y los” convocantes. El tema emplazado en la ocasión se refería a un asunto casi sin importancia (al parecer tenía que ver con la educación superior). La artista del trapecio, por supuesto, obtuvo un lugar central en la función siempre bajo los reflectores de la puesta en escena. Menciona la leyenda que, desde la comodidad y altura de su trapecio, dictó cátedra e informó acerca de su arduo y espectacular arte. El público -tan bobino como sólo el público puede ser- le aplaudió de pie durante meses, semanas, días y algunos minutos más.

Estos sucedidos se narran en los remotos caracteres de un códice costeño que se creía perdido, pero que fue recientemente rescatado de entre las pertenencias del anticuario Joseph Cartaphilus, natural de Esmirna, y llega hasta nosotros como una historia sobre la que bien vale la pena reflexionar hoy, cuando nos acercamos a la cuarta transformación del Gran Circo.

El que pueda ver que vea, el que pueda oír que oiga, y el que no pues no.

*Colaboración.